La Valparadisea Luis Correa-Diaz

La Valparadisea LCD

Hay tres tomas de Valparaíso en la película Los diarios de la motocicleta: La primera en la oficina de correos donde Ernesto Guevara, el futuro Ché, recoge una carta de su novia, cortando con él. La segunda es un trayecto en el funicular donde no hay siquiera diálogo entre Guevara y su amigo Granado. Y la tercera es en la playa, donde Guevara acepta que no le queda otra que seguir su aventura. Esto es todo lo que sé, o lo que sabía de Valparaíso hasta que empecé a leer los poemas de Luis Correa-Díaz. En su última entrega, La Valparadisea (Altazor, 2025) Correa-Díaz nos invita a una excursión en dron —droncito— y recoge los corazones rotos como el de Guevara, los trayectos en el funicular, sin diálogo, y las meditaciones en la playa.

Con Correa-Díaz siempre hay más. Sus líneas están llenas de referencias: Jorge Manrique junto a Starbucks, la Nueva Trova Cubana junto a Hieronymus Bosch, al Papa junto a Herzog y todo ello en las calles, plazas, cafés y urbanizaciones de Valparaíso.

Pero lo importante no son las calles ni los edificios, sino la gente que llena los poemas de LCD: Amigos, libreros, familiares, transeúntes, otros poetas, músicos, tenderos, camareros, la gente que hace una ciudad, que le dan el color, la textura, la profundidad y la memoria a los sitios.

La memoria y su hermana la melancolía son el tejido que colorea el tapiz que es La Valparadisea. Los recuerdos de Correa-Díaz, los recuerdos de nuestros hogares que tenemos los que vivimos en el exilio —aunque sea elegido.

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